Luz de Luna
VOLVERMitos y creencias
Por Diego Luis Hernández, Planetario de la Ciudad de Buenos Aires Galileo Galilei.
Entre muchas creencias que han surgido acerca de la Luna, una de las más arraigadas es la que intenta vincular una supuesta influencia de su tenue luz con el crecimiento de las plantas. Aquí nos preguntamos si es real e intentamos encontrar respuestas basadas en los conocimientos científicos.
Por ser el astro más cercano, el único que aparentemente cambia de forma, por permitirnos seguir sus movimientos y sus fases fácilmente, y por haber comprendido que brilla porque refleja la luz del Sol, la Luna debe haber dado a nuestros antepasados la primera idea acerca de la pluralidad de los mundos. La humanidad, desde sus orígenes, observó la Luna, y notó que cambia de aspecto de acuerdo a la posición en la que se encuentra con respecto al Sol. No resulta difícil darse cuenta de que es el Sol el que la ilumina, que por eso brilla.
Entonces, la Luna podría ser otro mundo, como la Tierra… y los planetas podrían serlo también… y las estrellas podrían ser otros soles más distantes, con otros planetas y, por qué no, con otros seres vivientes. Eran ideas peligrosas hace algunos siglos.
La Luna es el astro que más mitos ha despertado históricamente, incluso más que el Sol; generó, y aún genera, una serie de creencias populares, la mayoría falsa y sin ningún fundamento científico que resista un análisis serio, que parten de una visión antropocéntrica obsoleta. Con “análisis serio” nos referimos a los métodos científicos para probar o refutar una idea. Eso consiste en tomar la idea y analizarla, sin prejuicios, por más alocada que parezca en un principio; ponerla a prueba sistemáticamente a través de muchas observaciones, mediciones y experimentaciones; modificar las hipótesis y plantear el problema desde diferentes puntos de vista; y buscar pruebas concretas.
Hay que tener en cuenta que para nuestros antepasados la idea de que la Tierra se moviera parecía realmente alocada, y costó siglos comprobarlo. Este ejemplo puede llevar a la falsa sensación de que cualquier conocimiento científico actual puede refutarse o cambiarse en el futuro, con nuevas investigaciones y tecnologías. Pero no es tan fácil. La ciencia no tiene las respuestas a todo, y eso ocurre en todas las épocas. La ciencia avanza paso a paso, muy lentamente. Con el tiempo, los conocimientos van mejorando y, en algunos casos, se van reemplazando. Cualquier elemento tecnológico actual hubiera sido considerado “mágico” hace cientos de años. Pero esta idea no funciona al revés: un pensamiento mágico, esotérico o sobrenatural no tiene por qué comprobarse en el futuro. Seguramente, en el futuro se lograrán muchas cosas que hoy nos sorprenderían; pero serán muchas más las cosas que no se puedan lograr debido a nuestras limitaciones.
El lado oscuro de la Luna
La palabra luna proviene del vocablo latino lux, que significa luminosa. Sin embargo, su superficie es casi tan oscura como el carbón. El albedo es una medida que se utiliza para expresar el porcentaje de radiación que refleja una superficie. La Tierra, con su atmósfera, sus nubes y sus hielos que reflejan mucho la luz del Sol, posee un albedo promedio de 0,32, es decir que refleja el 32% de la luz que recibe. En cambio, la Luna posee un albedo de apenas 0,1. Además, carece de atmósfera. Si la tuviera, brillaría más en nuestro cielo.
Muchas de las creencias populares acerca de la Luna hacen referencia, de una forma u otra, a su luminosidad. Y una de las más arraigadas en ciertos círculos pseudocientíficos, es la suposición de que conviene sembrar algunas plantas durante una determinada fase lunar.
No existe ningún mecanismo físico como para que la tenue luz de la Luna influya de manera directa, a la distancia a la que se encuentra, sobre los seres vivos o sobre cualquier otra cosa; aunque sí tiene una influencia gravitatoria que se manifiesta en las mareas, pero no de manera directa sobre el agua, sino sobre todo el planeta. El astro que realmente nos influye con su luz y calor es, obviamente, el Sol.
Según los criterios tomados por el Sistema Internacional de Unidades, para medir el nivel de iluminación por metro cuadrado se utiliza la palabra “lux” como unidad, y su símbolo es “lx”. La cantidad de lux del Sol que recibe 1 m² de superficie durante el día es de 120.000 lx. Cuando está nublado, se reciben entre 25.000 y 10.000 lx. Durante los crepúsculos civiles, con el Sol apenas oculto bajo el horizonte, llega a 400 lx. La iluminación normal que encendemos en nuestra casa durante la noche representa unos 50 lx. La Luna llena equivale a solamente 0,25 lx. La luz de una estrella individual vista desde la Tierra, a 0,00005 lx, y la de todas las estrellas juntas que vemos en una noche, 0,15 lx.
Esto demuestra que la luz que recibimos de la Luna es insignificante, fundamentalmente, porque la Luna no tiene luz propia, sino que es luz reflejada. Además, si esa pequeña porción de luz fuera importante para el crecimiento de las plantas, los campos estarían iluminados con luz artificial. ¿Cómo es que no se les ocurrió esto a los campesinos? En realidad, lo pensaron, lo pusieron a prueba y descubrieron que no hay nada como el Sol para que los vegetales tomen su energía y, a través de la fotosíntesis, la conviertan en alimento. La idea de que la luz de la Luna influye en el crecimiento de las plantas surge de una antigua costumbre de cosechar durante las noches de Luna, para aprovechar lo que se podía ver con esa escasa luz (si estaba nublado, no se podía hacer).
Como no sólo nos interesan las razones astronómicas para aclarar que la Luna no influye en los vegetales, consultamos a muchos biólogos, botánicos, paleontólogos y catedráticos de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires en la especialidad de fisiología vegetal. Sus respuestas fueron contundentes: nunca se han encontrado relaciones entre la Luna y el crecimiento de los vegetales, y se ha realizado todo tipo de pruebas a través de métodos científicos, nos dijeron.
Las plantas aparecieron sobre la superficie terrestre hace más de 400 millones de años, y han tenido tanto éxito que poblaron todos los continentes y los mares del planeta. Evidentemente, no han necesitado de nadie para reproducirse durante todo ese tiempo sin presencia humana. En realidad, muchas de ellas se sirven de animales que comen sus frutos y esparcen involuntariamente sus semillas, en lo que los biólogos llaman mutualismo entre diferentes especies.
El ser humano ha domesticado plantas y animales en los últimos 13 mil años (un período que equivale a un 0,003% del tiempo que llevan de existencia las plantas), y esto ha otorgado a nuestra especie una falsa idea de superioridad sobre la naturaleza, a la que tanto daño le ha causado. Deberíamos comenzar a respetarla, y entenderla nos puede resultar de gran ayuda.